lunes, 28 de septiembre de 2015

Las ortigas

                Ayer intenté abrazar unos árboles. En serio. Llegué yo, todo ramas y flores, con una de mis pimpollas al lado y resultó… que no eran árboles. ¡Ay! Eran ortigas disfrazadas de árboles (de hecho y hablando en serio, mi hija volvió con un grano en toda la jeta del estrés).

                Me encontré en aquel berenjenal sin comerlo ni beberlo, paseando por el parque. Surgieron de la nada una de las mamis del cole (un encanto por otra parte, a pesar de sus dudosas compañías) y dos de sus orti… ejem… amigas.

                La fama de antisocial (merecida, gracias) me sigue a mí y a mis pimpollas por lo que aquellas personas de buena voluntad con las que me cruzo sienten el deseo irrefrenable de rescatarme de mi aislamiento (¿aislamiento? ¿introversión? ¿miedo a relacionarme con personas y/o personajillos diversos? pero si estoy muy bien, gracias, no te molestes en redimirme). En fin que me invitó a sentarme con ellas para que mi pimpolla se relacionara con otros niños.

                La cosa empezó mal. Mi niña pimpolla se convirtió en hiedra y se enredó en mis raíces (piernas) mientras sus hojitas (ojitos) me miraban suplicantes, rogando para que me negara y siguiéramos nuestro camino solitario. Suspiré y aguanté el chaparrón de miraditas por encima del hombro, de esas que te dedica la gente que te perdona la vida.

                -Tienes que darle más independencia… (odio ese tonillo de suficiencia).

                ¿Qué quieres que haga? ¿La podo? ¿Le doy una patada y cruzo los dedos para que no vuelva y me deje tener una conversación adulta y aburrida? Las tres mujeres (dos de ellas ortigas urticantes a más no poder) me miraban con franca desaprobación, regodeándose en lo bien que educan ellas a sus pimpollos, que se relacionan con todo Cristo.

                La poda había comenzado. Sus miraditas eran como tijeras y se lanzaban directas a mis hojitas. Como si me hiciera falta alguien más que yo misma para despreciarme. Lo que no sabían es que mi chiquitina no se movía de mi lado porque tiene un olfato para la falsedad y la hipocresía que ya lo quisiera un lebrel. Cuanto me queda por aprender de tí, pimpolla.

                Una de las niñas, un pequeño pimpollo lleno de flores, la única que merecía la pena de todo aquel huerto lleno de malas hierbas se ofreció a ayudar mi chica a integrarse (en plan mandón pero bienintencionada en todo caso) y le ofreció sus juguetes. Por desgracia también le ofreció los de los demás y una niña de unos 10 años (mini-ortiga) acudió rauda y veloz a quitárselos a mi pimpolla, dejándonos claro lo que opinaba de nuestra presencia. De tal palo tal astilla. Por lo menos era sincera.

                -Es que tiene un carácter… -añadió su madre-ortiga (gangosilla ella, por cierto)-. ¿Sabéis que me he ido a un spa? -hora de la ignoración 19:35.

                Después fue todo rodado, cuesta abajo y sin frenos. Las ortigas fingieron (con mucho éxito, se nota la experiencia) que yo no existía y mi hija menos. La mami que conozco intentó meterme en la conversación y al ver que era inútil (ya que ni siquiera me miraban) de vez en cuando me hacía alguna pregunta (migajas para el hambriento, chupi). Todo el mundo sabe que los tímidos nos conformamos con cualquier cosita y que nos encanta que nos incluyan en sus grupitos de gente normal. Entonces hice amago de poner tierra de por medio. Las ortigas me echaron un vistazo de todavía-estás-ahí.

                -Pero no te vayas tan pronto -me dijo la mami. Quería continuar con la buena obra de misericordia. La pobre.

                Suspiré. Miré a mi hija que a punto estaba de llorar y a la niña que nos había quitado los juguetes, que se afanaba por mantenerlos en brazos mientas jugaba para evitar que los contamináramos con nuestros gérmenes (no lo quiera Dios). Miré a las ortigas enfrascadas en la conversación superinteresante sobre los spa baratos y los restaurantes donde ponían el filete más grande… todo ello aderezado por su más profunda aversión hacia mí, por supuesto. Me daban la espalda todo el rato, por si se me ocurría meterme en la conversación (¡qué espanto!).

                Después de un tiempo prudencial (demasiado, creo yo), agarré a mi pimpolla y me despedí amablemente. Mi niña me sonreía, feliz de que el tormento hubiera terminado. Es tan sensible al desprecio y a la intolerancia como yo. Yo lo hago por experiencia y ella por instinto (de conservación). Ya tenía ella el grano en la jeta (no se le curó hasta que no llegamos al ascensor de casa).

                Cuando nos marchábamos tres niños del grupo nos miraron un momento y empezaron a hablar con la inocencia propia de los niños, esa que les hace creer que por mucho que griten nadie les escucha.

                -¿Quién era esa?
                -Va a mi cole.
                -¿Y ya se van?
               -Pues mejor (era el hermano de la niña egoísta, la que seguía rogando para tener más brazos, la del mal carácter, la que estaba a punto de pedir a su madre un exorcista para que nos echara agua bendita).
                -Je. Je.

                Ya sé que no está bien desear la extinción del pérmico superior a nadie. Que los niños son niños. Pero la crueldad no es faceta de uso exclusivo de los adultos y venga de quien venga es lo que es.

                Mi pimpollita me abrazaba, feliz de haberse librado de todo aquello. Así que la miré y sonreí (seguía deseándoles la extinción o por lo menos que les cayera un buen pedrusco del cielo).
                Mientras nos alejábamos de la mano mi niña se fijó en uno de los papás con un hula- hop. El aro se cayó al suelo y ella sonrió.

                -¿Sabes, mami? Eso ha pasado por la gravedad de la tierra.


                Tiene 5 años. Estoy segura de que a ninguno de los presentes, niños ni adultos, se le hubiera ocurrido algo así. Espero que con el tiempo aprenda lo especial que es, por más ortigas que se encuentre.

domingo, 30 de agosto de 2015

Serendipia IV

El primer virus informático conocido se llamaba enredadera. Por tanto el primer antivirus se llamó Podadora.

jueves, 30 de julio de 2015

Y nos pilló el verano

Parece que este verano la salud no me deja abrazar árboles. Debo de haber pillado uno fumigado o algo.

jueves, 11 de junio de 2015

Serendipia III

Que la vida te de una persona buena o mala pero nunca triste

Serendipia en la panadería. Autor: un caballero de la tercera edad. Destinataria: la panadera

lunes, 18 de mayo de 2015

El príncipe dormilón

Queda inaugurada la sección el jardín de los pimpollos, señores. Este cuento se me ocurrió un fin de semana volviendo de casa de mis padres. Las niñas no paraban de pedirme un cuento al revés y a mí que no hace falta que me animen mucho para escribir...

En fin, que aquí lo dejo.

EL PRÍNCIPE DORMILÓN

                Había una vez un príncipe. Se llamaba Pepe "el dormilón". Ya sé que no es un nombre muy principesco pero es que él tampoco lo era, al menos no como los que salen en los cuentos.
                Era desgarbado, pelirrojo y solía tropezarse con las cosas. Usaba gafas y su timidez traía de cabeza a sus padres, el rey y la reina.
                Para colmo de males una bruja malintencionada le había echado una maldición: cada vez que se pinchaba ¡plaf! se quedaba dormido, dormido como un tronco. Roncaba, babeaba y hacía esos ruiditos que todos hacemos cuando dormimos.
                Sus padres y los sirvientes solían esconder los objetos punzantes. Su entrada en la cocina estaba terminantemente prohibida. Siempre había un par de asistentes que entraban a tropel en cualquier estancia al grito de "¡Que viene! ¡Que viene!" y que arrasaban con cualquier cosa potencialmente peligrosa.
                Pero el príncipe Pepe había desarrollado una sorprendente capacidad para encontrarle la punta a todo y casi todas las semanas, sus padres se veían en la penosa necesidad de despertarle.
                Lo malo era que había que despertarle con un beso. Pero no valía cualquier beso, no. Debía darlo una princesa, de las de sangre real y rancio abolengo. Un tostón, vamos.
                Todas las semanas sus padres agobiaban a sus reales vecinos para que les prestasen alguna princesa en edad casadera que besuqueara a su hijo.
                Al principio la buena vecindad jugaba a su favor pero a medida que pasaban los años y los pinchazos, cada vez había menos princesas dispuestas a darse un paseíllo hasta el castillo para arrearle un morreo a un príncipe feucho, torpe y tan tímido como un ratón.
                Los sabios del reino ofrecieron una solución: alquilar alguna princesa y tenerla siempre en el castillo a disposición del aturdido del príncipe.
                La selección no fue fácil. Las candidatas escaseaban y las pocas dispuestas… a veces… uhm… resultaban demasiado principescas para ser rentables.
                Ya sabéis, les gustaba ir con su propio séquito, todo un contingente de cortesanos, doncellas, cocineros, caballos y un interminable etcétera.
                Así que la seleccionada resultó ser Juanita. La princesa Juanita.
                Juanita no era agraciada. Tenía gafas, demasiadas pecas, era flaca como un palillo y tan alta o más que el príncipe Pepe. La primera vez que la veías tenías la impresión de estaba hecha básicamente de rodillas y codos pero nadie era capaz de distinguir unos de otros bajo aquel saco informe que llamaba ropa. Por no hablar de su pelo.
                No veía tres en un burro y solía tropezar con todo. Luego se caía de culo de una forma tan poco principesca que le traía por la calle de la amargura.
                Pero todo lo compensaba con un gran sentido del humor. Sonreía con facilidad y cuando lo hacía la gente solía olvidar que antes la habrían descrito con palabras poco amables como adefesio, espantajo o grotesca.
                Pepe y Juanita hicieron buenas migas y por fin los reyes y sus vecinos pudieron respirar tranquilos.
                Con el paso del tiempo, Pepe fue volviéndose más y más torpe. De hecho solía pincharse todos los días dos o tres veces con las cosas más extrañas. Pero como Juanita estaba allí y siempre parecía dispuesta y sonriente, todos en el reino estaban tan a gusto.
                Todos menos el príncipe que en realidad se pinchaba aposta porque era la única cosa que se le ocurría para besar a Juanita. La princesa le gustaba, le gustaba mucho, mucho.
                Así que en cuanto veía algo que pudiera pinchar, allí que iba. Luego, cuando despertaba ya tenía allí a Juanita que siempre olía a coco. Y como los dos tenían gafas al besarse chocaban con un sonido cristalino que Pepe empezaba a asociar con la felicidad.
                Un día los dos se encontraron en el jardín donde no había ni una rosa para evitar accidentes.
                Juanita puede que fuera torpe y fea pero era muy decidida así que miró a Pepe a los ojos y dijo:
                -La próxima vez que nos besemos me gustaría que estuvieras despierto.
                Pepe pestañeó y sonrió tímidamente. Cogió la mano de Juanita y le contestó:
                -La próxima vez que nos besemos me gustaría estar despierto.
                Y como los dos estaban así, despiertos, en ese momento se besaron.
                A partir de entonces lo hicieron siempre así excepto las veces en que Pepe se descuidaba y se pinchaba sin querer, claro.

FIN

lunes, 11 de mayo de 2015

Serendipia II

Cuando eres mayor y gritas mucho te salen monstruos en las cuerdas tropicales (mi otra hija versionando a su profe de infantil).